de Weildler Guerra Curvelo
Al inclemente invierno que azota a La Guajira se suma una violencia despiadada y hasta ahora indescifrable. La ciudadanía no logra identificar desde donde se disparan las balas. Las autoridades policivas y judiciales guardan un silencio ominoso sobre la muerte de ciudadanos del común y de reconocidos dirigentes sociales. Las de la rama ejecutiva parecen no entender que el mantenimiento del orden público y no solo la contratación son parte de sus deberes constitucionales.
Cualquier persona puede ser víctima de los violentos: el ama de casa que va a buscar a sus niños al colegio, la estudiante que es sorprendida dentro de su alcoba bajo el supuesto abrigo protector de sus padres, el joven dirigente indígena que se pregunta por el manejo de los recursos de la salud, la figura pública que se atreve a expresar su indignación por la feroz intimidación contra sus coterráneos o el comerciante que se niega a pagar la extorsión, ya casi oficial, del crimen organizado
¿Quién mata hoy en La Guajira? La ciudadanía se aventura con posibles respuestas a sabiendas de que no hay certeza sobre ello: ¿escuelas de sicarios foráneos, sectas satánicas, procesos de descomposición familiar, tribus urbanas, bandas emergentes en competencia por el territorio guajiro? ¿ o se trata de una perversa simbiosis evolutiva del viejo y nunca desmovilizado paramilitarismo con políticos locales que desean instaurar una especie de clientelismo armado?.
¿Actúa solo uno de estos factores o todos a la vez? Nadie lo sabe. En todo caso algunos individuos o grupos parecen estar modulando el terror para someter aun más a la población guajira que se siente desvalida, inerme, sin gobernantes que la protejan, viviendo bajo una geografía del miedo en una época barbárica que no coincide en el tiempo con la supuesta modernidad de un estado de derecho.
Para aumentar el desasosiego de las gentes la temporada pluvial se ceba en la población más débil, la que habita en barrios marginales, aldeas campesinas y vecindarios indígenas. Aun en el centro de la capital guajira se respira un aire impregnado de miedo, inconformidad y miasmas. Los gobernantes se defienden alegando que ellos no mandan sobre los aguaceros. Ello es cierto, pero también lo es que los fenómenos naturales ponen a prueba la solidez de las sucesivas obras de gobierno como la calidad de las construcciones públicas, los sistemas de alcantarillado y desagües, la honestidad de los contratistas, la adecuada panificación urbana y la capacidad de reacción institucional frente a las calamidades. Gran parte de ello ha fallado estrepitosamente y la ciudadanía lo percibe sin que nadie pueda refutarla.
Entre tanto los políticos hacen planes para perpetuarse en el poder mediante tramas concebidas no en los espacios naturales de la democracia sino en los aposentos cerrados, oscuros y tortuosos de la confabulación. Hasta ahora el pueblo guajiro se ha comportado como un escuálido perro fogonero, de esos que con hambre y mansedumbre se sientan sobre las frías cenizas a esperar el descarnado hueso o el implacable golpe sobre sus costillas que suelen darle los poderosos.
Si la sociedad guajira decide perpetuar este injusto orden social y permanecer impasible ante los hechos solo le quedará un recurso: colocar sobre el puente del Rio Palomino el letrero que Dante asegura existe a la entrada del infierno y que dice “Vosotros, que entráis, dejad aquí toda esperanza”.
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