lunes, 9 de agosto de 2010
LA SILLA VACIA
Por Weildler Guerra C.
Publicada por el Heraldo
Agosto 08 de 2010
El 7 de enero de 1999, el presidente de Colombia Andrés Pastrana, acompañado simbólicamente de un puñado de policías ingresó confiado a un territorio controlado por miles de guerrilleros fuertemente armados. Al día siguiente la prensa recogía la imagen desolada del primer mandatario al lado de una silla blanca y vacía que debía ocupar el entonces máximo comandante de las Farc, Manuel Marulanda, como una muestra de su voluntad de paz. Esta fotografía que recoge uno de los grandes plantones de la historia se ha convertido en un hito simbólico en la memoria nacional. Ella se asocia a una especie de trauma colectivo que en los últimos años ha llevado a los colombianos a mirar con horror cualquier iniciativa de paz.Las Farc vivían entonces una especie de cenit revolucionario que según ellos desembocaría inexorablemente en la toma armada del poder. Ese día perdieron el mejor de los trenes que les brindaba la historia, y su desmedida soberbia, nacida de sus anteriores éxitos militares, consolidó su distintivo autismo político y social.
De esa forma se incubó la derrota política de las Farc, que en la era Uribe se complementaría con una estrategia militar basada en lo que se conoce en la teoría del conflicto como la muerte sistemática de los barones carismáticos de la guerra. Todo ello ha sido pagado por los colombianos con altísimos costos económicos, institucionales y humanos. El afianzamiento del control territorial por parte de fuerzas estatales y paraestatales ha significado tranquilidad y prosperidad para muchos connacionales, y una pesadilla para otros que han sido abierta e impunemente despojados de millones de hectáreas y en muchos casos de sus propias vidas. La justicia se encuentra espiada y acosada por el ejecutivo, y la línea que separa al político del delincuente se ha difuminado hasta desaparecer por completo.
Hoy, la soberbia ha cambiado de lugar en la mesa y en muchos sectores políticos y económicos se apuesta por una aniquilación total de los alzados en armas. Sin embargo, ello no es tan fácil como se piensa. El propio Ejército Nacional ha señalado que las Farc aún disponen de unos siete mil hombres en armas. Es cierto que carecen de respaldo político y de la capacidad militar para tomarse el poder, pero aún pueden causar mucho dolor en miles de hogares y afectar la infraestructura vial y energética, como lo demuestran sus esporádicas emboscadas y voladuras. El propio Hugo Chávez les dijo abiertamente a través de los medios de comunicación que había llegado el momento de abandonar la vía armada. La mera existencia de las Farc y el ELN con todo su historial de abusos y atrocidades ha servido de pretexto a una derecha feroz para cometer grandes crímenes, revertirr amplias conquistas sociales, entregar la soberanía nacional e imponer un modelo económico que privilegia la corrupción y la inequidad.
Es un reto primordial para el nuevo gobierno poner fin a 62 años de dolor y sangre. La violencia arraigada puede convertirse en un una suerte de habitus, al mismo tiempo estructurado y estructurante, como lo señaló Jean Paul Dumont para el caso de las Filipinas. La idea de violencia permanece almacenada en la memoria como una escritura llena de frustraciones y encuentros del pasado. Esta moldea las acciones humanas y determina la aceptabilidad de esa violencia, la banalidad de la misma y, como ocurre en Colombia, la habilidad de borrar el escándalo de su ocurrencia.